(El Mundo, 17/10/2008) En una visita fugaz a Canadá para ver la fábrica de Blackberry y el nuevo Storm me encuentro con un periodista europeo que no tiene móvil. No se le ha olvidado en casa, no se le ha perdido. Simplemente no tiene móvil. No le juzge, raros somos todos. Aún así, año 2008, siglo XXI... escalofriante.
Lo tuvo, claro, pero el 31 de diciembre del año pasado decidió apagarlo durante doce meses para comprobar cómo sería la vida sin ese dispositivo. Piénselo, no se trata de apagar el móvil cuando no queremos que el jefe o la novia nos llame, se trata de vivir sin él las 24 horas del día.
Hace 15 años vivir sin un móvil no suponía un gran sacrificio pero ahora lo normal es que tengamos 1,5 teléfonos por persona y que nuestra vida se organice gracias a ellos. Pídale por ejemplo a sus amigos que le llamen al fijo para quedar a una hora determinada en la puerta del cine y mire la cara que ponen -rece para que no haya un cambio de planes-. Dígale a su madre que sólo podrá responder a las llamadas de 7 a 9 de la tarde porque luego no estará en casa. Ya puestos podría mudarse a un poblado amish, su vida social será más o menos la misma.
Le pregunto cuáles son las mayores sorpresas que se ha encontrado en estos 10 meses de desconexión:
El último punto no está exento de problemas porque, según él, el 80% de las cabinas telefónicas están estropeadas. Están ahí pero no funcionan o cuando lo hacen sólo funcionan con tarjeta y no con monedas. Antes las cabinas se reparaban pero ahora pueden pasar semanas sin que un técnico aparezca (y sin que a nadie le importe un pimiento). En las que funcionan muchas veces hay que hacer colas.
Si sobrevive, me confiesa, es gracias al correo electrónico, la mensajería instantánea y Skype. Le pregunto si haría lo mismo con Internet, si sería capaz de desconectarse de la red durante un periodo tan largo. "Puedo vivir un año sin teléfono móvil", me dice "pero sin Internet no duraría ni tres días".